DIARIO DE AUTORA

Acá todo es frío. Crónica de la Estación Retiro (Bs. Aires, 2012)

Entre las calles Ramón Mejía y Libertador de Buenos Aires se eleva la estación de trenes de Retiro. Mientras los(as) transeúntes se precipitan a sus destinos, migrantes y trabajadores(as) desocupados(as) venden todo tipo de objetos conformando un collage urbano donde el bullicio callejero se mezcla con historias y rostros de la sobrevivencia cotidiana.


“Llevo cinco minutos y diez segundos trabajando aquí”, dice rápidamente un joven de estatura pequeña y rasgos indígenas que atiende uno de los puestos de ventas ambulantes que rodean la estación. Como su conteo del tiempo, todo alrededor es velocidad: los colectivos que se precipitan sobre la avenida cubierta por el pálido sol invernal, los(as) transeúntes que aparecen de repente en el portal y se lanzan a la calle mirando de reojo los artículos exhibidos en escaparates pobres: incienso, comida, relojes, bufandas, gorros, gafas, celulares, pilas, linternas y posters del Gauchito Gil se desparraman sobre la calle conformando un ruidoso collage de sonidos, olores, colores y personas de diferentes procedencias que sobreviven al desempleo a través del comercio informal.

Unos pasos más allá del “chico-cronómetro” está Saúl: peruano, heredero del puesto de su hermano, artesano callejero que teje y desteje alambres de colores. “Todo está mal, se vende poco”, cuenta con timidez mientras gira el alicate dejando salir una flor mutante de color rojo eléctrico que engrosará la fila de diminutas bicicletas y llaveros ofertados en cinco pesos. Estos son los objetos monstruos advertidos por la escritora Beatriz Sarlo: “nadie los necesita y sin embargo se producen y compran como un agregado estético (…) Esta poesía accesible y trivial rodea objetos un poco innecesarios, feos muchas veces, cansadores después de un tiempo, siempre entre comillas”.

Junto a Saúl, cuatro africanos vendedores de bisutería desquician la uniformidad de la urbe con su color de piel y vocablos secretos; conversan y ríen con desparpajo anónimo ante el asombro de oficinistas y señoras mayores que aceleran el paso y elevan la mirada al cielo. Lejos de la pandilla sonriente, un senegalés corpulento entabla un soliloquio de canciones sentado sobre una butaca roja. Pies a tierra, mente al cielo, se mece durante horas con sus auriculares puestos apagando el ruido de la urbe[1]. Alrededor, los otros vendedores parecen indiferentes, cada uno ocupado en terminar la jornada que comienzan a las 8:00 AM y se extiende hasta que el servicio de trenes concluya. Los rostros cambian con el pasar de las horas y el “chico-cronómetro” es remplazado por un señor de rasgos andinos. Otros, como Juan, vendedor de artículos eléctricos, permanecen impasibles: “Tengo 70 años y hace tres trabajo en este mismo lugar. Vendo esto porque es barato, para otra cosa requeriría más plata y no tengo. Esto se compra con poco, para otro rubro se compra con más y no tengo para más ni para menos, tengo lo justo”, relata con elocuencia inclaudicable de luchador diario, atento de cuidar sus mercancías de las redadas policiales que ilegalizan las ventas ambulantes y protegen a los grandes monopolios comerciales, pero Juan es una hormiga minúscula ante los shoppings y plazas de mercado que componen el panorama comercial de la calle Florida, unas pocas calles más allá de Retiro: “Este trabajo es para sobrevivir, no para llenarse de plata. Con las ventas no pasa nada; la gente se va para la casa y pasa a las carreras; uno se va a las cinco de la mañana y llega a las seis de la tarde y no quiere comprar nada. La gente está de paso, no viene directamente a comprar acá, para eso tienen sus paseos de venta donde encuentran cosas de mejor calidad”. Precisamente, es la ilegalidad la que abarata los costos y pone los artículos más cerca de sus futuros propietarios, por lo general, transeúntes, pobres y migrantes.

Retiro, edificación emblemática de la mentalidad porteña de mediados del Siglo XX declarada Monumento Nacional en 1997, alberga entre sus muros grises pasajeros, habitantes de la calle, puesteros y vendedores ambulantes que han convertido el lugar en su búnker de sobrevivencia cotidiana. Del umbral hacia afuera, entre la lluvia y el frío la jornada debe continuar “estoy cansado porque paso frio, paso necesidades y si gano un promedio de cincuenta pesos no puedo darme el lujo de comprar ese plato de comida que vale cuarenta, entonces compro un cafecito y a la noche ceno con mi hija, aunque sea poco pero comemos caliente, acá todo es frio”.


[1] El Censo Nacional de Población del año 2001 referenció la presencia de 1.883 personas africanas en la ciudad de Buenos Aires, en su mayoría migrantes por motivos de guerra. Hoy, es difícil establecer el número de africanos(as) que extienden sus mantas en Florida, Once o Retiro ofreciendo, con tres o cinco palabras en español, anillos, pulseras y relojes de colores.

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Texto Poético
Desterrar a Barba Azul
Crónica
Los lugares de la memoria
Trasvasamiento de un documental de Patricio Guzmán
Vacío
Género Epistolar
y Found Footage
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